23 marzo 2011

cuentos

publicado en No había luna esa noche [Simurg, 2000]

El traidor


Soy un traidor. No hago con esto una proclama –no busco la hipócrita adhesión que muchos manifiestan ante las faltas ostentadas–, mucho menos una confesión. Esta afirmación es simple, aun en su aparente sordidez. Igual de simple fue para mí el momento de su evidencia. Por lo tanto, no se trata de la conclusión de un largo examen de mis actitudes hacia los otros, sino más bien de la certeza clara y distinta que nos convence desde nuestro interior, por ejemplo, de que estamos vivos. Muchas veces he pensado, justamente, en la muerte como una simple pérdida de dicha convicción. No me refiero a que uno decida sobre ese momento, pero quisiera que se entienda qué digo al afirmar que somos lo que estamos convencidos de ser. Así es como estoy convencido de ser un traidor.
Tampoco se trata del descubrimiento de un rasgo a través del cual se manifieste, llamémoslo así, la esencia de mi carácter, el ser profundo y permanente de mí mismo. Puedo afirmar que soy un traidor, pero esto no significa que siempre lo haya sido. ¿Quién se atrevería a afirmar que su vida revela una constancia extrema, una inalterable coherencia? ¿Es, por otro lado, un signo de virtud o un indicio de la incapacidad de crecimiento? Nada puede obligar a un hombre a ser lo mismo hoy que en el pasado, salvo la pérdida en vida de toda conciencia.
Pero si no quisiera lavar con frases ampulosas la miserable sobriedad de los hechos, sería curioso sospechar que, de un modo gracioso tal vez, mi condición parece haber estado prefigurada. Recuerdo, en este sentido, algunas tardes que pasara con mi familia en el campo de un primo de mi padre, en Azul. Yo tendría unos seis o siete años, tal vez ocho.
El tío Rondo –así le decíamos al viejo primo de mi padre, que en realidad se llamaba Rolando– se acostumbró a llevarme hasta el galpón donde se guardaban las mazorcas recién cosechadas. Sacaba del bolsillo de las bombachas una mano poblada de nervaduras añosas y me indicaba una esquina en la que se apilaban las bolsas de red todavía vacías.
–Vos vai a ser nuestro traidor –me decía–, porque nos vai a trair las bolsah a medida que nosotro con los muchacho vaiamos ienándolas con los choclito.
Él fue quien me contó la historia por primera vez. En realidad debería decir que me la fue contando. Porque fue de a ratos, de a tardes, retomando un día desde donde había dejado la vez anterior. Era un relator minucioso del pasado de la nación, que no escatimaba fechas ni nombres de personas y sitios. Pertenecía sin saberlo quizás a ese linaje de narradores que confían más en las descripciones parsimoniosas que en la proliferación de acciones. Describiendo puntillosamente cautivaba mi atención: yo no era capaz de descubrir que lo más atractivo de su historia eran las comparaciones anacrónicas, o las artificiosas condensaciones con las que proponía una imagen atemporal de nuestra identidad.
–Mirálos bien a los choclito –me decía– y grabáteloh ahí adentrito del mate, porque no se puede pensar en la historia del país sin acordarse de la mazorca. Porque por más tiempo que haia pasado, todavía somoh unos mazorquero, ¿sabé?
Y me hablaba de Rosas, y de la Confederación y los unitarios, y de cabezas exhibidas en las puntas de las lanzas, y del violín y la refalosa en los cogotes cajetillas, y de partidas nocturnas que “limpiaban” las casas de los enemigos de la patria, y de paso limpiaban también a los enemigos de la patria, a los traidores. Yo empezaba a preguntarle si esos traidores también traían las bolsas para los choclos, pero paraba cuando el tío Rondo se reía y me sacudía el pelo y la cabeza entera con su manaza de piedra. Después me iría a correr y a revolcarme entre los fardos de alfalfa y en las montañas de choclos.
No recuerdo haberme aburrido jamás en esas visitas, ni siquiera de comer choclo casi todos los días. Me gustaba pelarlos rápido con los dientes, tragando los granos casi enteros sin darme tiempo para saborear ni su gusto ni el de la manteca derretida con que la tía Irma los bañaba, para llegar al marlo antes de que se enfriara y poder chupar el jugo hasta dejarlo seco. Mi primo Victoriano se reía, porque decía que supuestamente ellos, los del campo, tenían que ser los muertos de hambre y no los señoritos porteños como yo. Aunque era apenas dos o tres años mayor que yo, siempre me infundió una especie de respeto extrañado su forma de hablar, que yo reconocería más tarde en algunos personajes de los viejos libros que nos hicieron leer en la escuela. Y pese a que con el tiempo llegué a descubrir que su padre mezclaba modismos y tonadas artificialmente, como si en el lenguaje se jugara su compromiso de federal, me resultaba natural escuchar eso de la boca de un viejo, tanto como me parecía incongruente con la figura de Victoriano.
No sé qué habrá sido de su vida, porque después que al tío Rondo lo llevaron a la cárcel y lo mataron la única que hablaba de ellos era mi madre, y sólo para preguntarse en voz alta qué sería de la vida de esa familia, sin un padre que la guiara, librados a la buena de Dios, como ella decía. Mucho después supe que mi padre creía que ella seguía recibiendo cartas de la tía Irma a pesar de que él se lo había prohibido. Creo que su rechazo no provenía del riesgo de esas épocas: le incomodaban las cartas en general. Era partidario de la discusión breve y rápida, de la conversación que se resuelve en el instante. Las cartas le exigían demorarse en la palabra ajena, explorar en los rasgos de la escritura los cambios de ánimo, tratar de esconder en su propia caligrafía las verdades que no quería revelar, narrar largo. Argumentar a través de la correspondencia le parecía una sospechosa forma de adivinación, asentada de forma peligrosa en el conocimiento del otro. Decía que definitivamente se habían ido los tiempos en que los hombres confiaban sus más profundas ideas al correo, y que en el presente una práctica tal no podía ser sino femenina. Mi madre debió vivir las cartas como una forma de complicidad, como subrepticios monumentos que recordaban, que aseguraban la existencia de mi tía y de mi primo. Lo más probable es que le llegaran a través de Monse, que era la menor de los tres hermanos de Rondo y vivía a pocas cuadras de nuestra casa. Pero desde que mi madre murió ya ni siquiera queda esa posibilidad, así que no hay forma de averiguar si Victoriano sigue en el campo o si cambió los choclos por otra cosa.
Mi madre fue una de las personas que murió por falta de convicción. Aunque es cierto que en su caso lo mismo es decir que murió por convicción. Dejó que la muerte le fuera llegando, posiblemente desde el día en que se negó a que nos negáramos a sus preocupaciones y sus recuerdos familiares. Yo pude descubrir su encierro. Fue volviéndose hacia adentro, como buscando en ella las respuestas a nosotros. Digo a nosotros aunque lo honesto sería decir a mí. Durante sus últimos años yo fui su pregunta más... creo que la palabra aproximada es “profunda”. No voy a negar que puede haber mucho de presuntuoso en esta aseveración, máxime sabiéndose que éramos cuatro hermanos, además de mi padre, quienes ocupábamos los desvelos de agonía de mi madre. Pero entiéndase: no afirmo haber sido su única preocupación, sino precisamente aquella para la que nunca encontraba la respuesta adecuada. Sí la llegó a tener para los otros. Mi hermana era un caso simple de resolver: mi hermana era puta. Y aunque dicha categoría comenzaba para mi madre con toda aquella muchacha que antes de los veinte hubiera tenido más de cinco novios, hay que reconocer que Lucía se ganó un lugar de honor en el rubro a fuerza de años y de oficio.
“Me preocupan los silencios de tu padre” me dijo en más de una oportunidad. Lo que en realidad le molestaría era que mi padre nunca la escuchaba; ella tampoco tenía interés en lo que él pudiera decirle. Hacía muchos años que cada uno sabía las preguntas y las respuestas del otro. Yo sí la escuchaba, aunque sin entrar nunca en su conversación. Fingía contestarle, cada vez, recurriendo a las mismas vaguedades evidentes. Fue más fácil a partir del día en que decidió no levantarse.
El mundo debe adquirir otro significado visto desde una cama. La de mi madre quedó instalada junto a un ventanal del primer piso, el que daba al noroeste. Tal vez fue la casualidad la que quiso que desde ese día dejara de tener la oportunidad de ver amaneceres para dedicarse sólo a los ocasos. Yo le propuse mudarla al otro lado, para que por lo menos pudiera ver la calle y entretenerse. “Prefiero ver el jardín”, me contestó, “en la calle todo es siempre igual”. No intenté contradecirla. Me hubiera ofrecido una resistencia blanda que me habría obligado a insistir hasta convencerla. Sus ojos se demoraban entre el cielo y los árboles de nuestro fondo. También empecé a descubrirlo mientras yo le cebaba mate y ella hablaba. Me parecía ridícula la cantidad de macetas ante tanto espacio para canteros desperdiciado. El enanito de cemento era más ridículo en su aislamiento visto desde la altura. Creo que sólo coincidí con ella al reconocer que las flores del palo borracho eran más hermosas aun luego de caer sobre el pasto. “Decíle a Blanca que desde mañana no las barra más” pidió una tarde bastante fría. La empleada dijo que si la señora lo quería, pero que eso se iba a hacer un barro asqueroso en cuanto lloviera o las flores se pudrieran. No le transmití el comentario.
La que cocinaba era mi hermana, pero no subía. Blanca le llevaba el almuerzo a mi madre, y yo el mate de la tarde, cuando volvía a la casa, a eso de las seis. Tomaba despacio, como dándose tiempo para que el sabor amargo cubriera cada rincón de su boca, como juntando impulso para los largos párrafos que iba desenredando entre un sorbo y otro. Hablaba de sus hermanos casi todo el tiempo, explicando cómo la habían hecho sufrir, tanto que el amor que sentía por la familia de mi padre podía pensarse tan sólo como la única alternativa. “Mis hermanos se parecen tanto a tu padre; como si estuviéramos cruzados”. También me repetía anécdotas de nosotros, que yo había escuchado innumerables veces. O tal vez ya no lo hiciera, quizás el rumor que su voz representaba me llevara a figurarme los mismos relatos. Sí sé que de los gemelos no hablaba nunca.
Invariablemente me avisaba cuando se daba cuenta de que estaba por dormirse: “Bueno, ahora andáte que ya estoy por dormirme”, me decía. “Y cerrá bien la puerta”. Se aseguraba de que yo hubiera salido y recién después terminaría de acomodarse para dormir. Según ella, era imposible de aceptar que un hijo tuviera la posibilidad de verla de un modo en que ella no podía verse: gestos, sonidos, posiciones del cuerpo. Era como saber de su persona más que ella misma. Para eso, decía, tendríamos que esperar a su velatorio. Probablemente no haya presentido que pasarían pocos años.
Lo cierto es que todo este trámite de las tardes me dejaba libre bastante temprano, a las ocho u ocho y media a más tardar, que era la hora a la que indefectiblemente se dormía. Nunca cenaba. Por eso el mate lo hacía largo, con bizcochitos o galletitas. A mí siempre me había causado gracia que ella llamara “masitas” a las galletitas, como era la costumbre en su casa cuando era chica. No le habían importado nunca las bromas y burlas que al respecto habíamos hecho mi padre, mis hermanos y yo durante años. Supongo que al final terminamos cansándonos. Si lo pienso un poco, creo que esa fue su única forma de ganar: por cansancio. Jamás convenció de nada a mi padre; él dejaba en algún momento de discutir y ya no le contestaba. Claro que me refiero a aquellos años en los que ellos eran jóvenes y nosotros chicos. Los últimos años fueron entre ellos como el largo final de una conversación interrumpida: ella en la cama junto a la ventana, mi padre durmiendo en la habitación que antes había sido de los gemelos y que había quedado libre después de que los dos desaparecieron. Quiero decir que desaparecieron de casa. Lo aclaro aunque pueda parecerle tonto a alguno, pero es que ciertas palabras después de esos años parecen haber perdido todos los sentidos que tuvieron y significar sólo una cosa. Tal vez sea eso lo que había descubierto el tío Rondo: que cada período de la historia se manifiesta en una palabra o dos.
Los gemelos se fueron de casa una madrugada, sin avisarle a nadie y sin nada encima salvo lo puesto. Diría que lo hicieron de la forma más convencional, aunque es cierto que digo que se fueron de madrugada casi por convención. Salieron un viernes a bailar con un grupo de amigos y cuando el boliche cerró fueron a tomar un tren en lugar de volver a casa. Yo elijo ese momento de la madrugada, el del cambio del itinerario normal para sus salidas, como el momento del abandono. Así que puede aceptarse esta versión tal como la conté. A los dos días, cuando a casa ya había llegado un mensaje de despedida muy breve y neutro, pero que eliminó las conjeturas más inquietantes, terminamos de constatar que lo que llevaban puesto los gemelos aparte de su mejor ropa era todo el efectivo que había en la casa, incluso aquél que mi padre guardaba fraccionado en diversos rincones escondidos. Mi madre cerró el tema desde su cama, durante el primer mate que le llevé luego de la certeza: “Van a estar bien; van a estar lejos mucho tiempo, hasta que se les pase la bronca que tienen con tu padre”. Debe haber sido la forma más clara que tuvo de decir que los quería, mirando las flores y las púas del eterno palo borracho y congelando las lágrimas que sólo llegaban a ser una película brillante cubriendo sus ojos. “Prometéme que vas a esperarlos” me exigió, “y que no vas a preguntarles nada ni a reprocharles nada cuando estén de vuelta”. Estoy seguro de habérselo prometido.
Ingresé a la Universidad y en mitad de la carrera abandoné, sin que ella se enterara –ni siquiera llegó a enterarse de que estudiaba Filosofía en lugar de Medicina, como ella suponía– y en una época en la que ninguno de nosotros pudo notar cambios salvo, apenas, los de gobernante. Pero luego sucedieron muchas cosas nuevas en poco tiempo. El tiempo siempre tiene esas rarezas. Nos otorga durante años una suerte de tranquilidad ganada a fuerza de monotonía, una especie de mansedumbre que no es sino una forma de letargo plácido. Uno supone entonces que la vida es definitivamente eso, que siempre va a serlo. Es lo más cercano a la felicidad que consigo imaginar: poseer la certeza de que mañana no puede sorprendernos, porque ya sabemos lo que será.
Y de pronto un acontecimiento, pequeño, se instala para inaugurar sin que nos demos cuenta una serie distinta, cuya constancia estará dada por las modificaciones. Cuando percibimos la nueva regularidad estamos todavía demasiado fuera de equilibrio para que no nos inquietemos por haber abandonado tanto el rumbo acostumbrado.
La primera señal fue el infarto de mi padre, mientras cortaba el pasto del jardín. Mi madre fue la que dio el aviso a los gritos hasta que Blanca la oyó. Él sobrevivió. Yo perdí el trabajo al día siguiente. Mi jefe me mostró por única vez su única cara amigable mientras me decía que se venía una reestructuración en la empresa, “no es cosa de nosotros, pibe, lo ordenaron allá en Alemania, ¿entendés?” me dijo, y también que entre las oficinas que se cerraban estaba la nuestra. Que algunos iban a ser reubicados, pero todos no se podía, y por eso, aunque estaban muy contentos conmigo me iban a despedir, porque tenía poca antigüedad. Vendimos el auto de mi padre para pagar su operación al primer tipo que ofreció algo que no parecía una burla. Cuando mi padre volvió del hospital mi hermana se trajo a vivir a un enfermero que supuestamente nos daría tranquilidad a todos y felicidad a ella. Acondicionaron el garaje como un pequeño departamentito. A los quince o veinte días resultó que no era enfermero sino chofer de ambulancia y tres meses después que no era chofer de ambulancia sino cana.
Él fue quien me ofreció la changa: un trabajo para los fines de semana, más o menos una vez al mes, a veces cada dos meses. Se pagaba bien, porque no había que hacer muchas preguntas sobre la tarea. Manejar una camioneta hasta algún lugar de Entre Ríos para llevar carga y volver vacío es algo bastante sencillo. Yo tenía registro profesional, mi padre me lo había conseguido sin que diera examen de manejo cuando cumplí los dieciocho. Esas cosas se hacían “viniendo de parte de” alguien. Ahora también se hacen así. A mi padre le gustaba en ocasiones como aquélla decir que “nunca está de más tener algunos contactos”. Lo mismo sucedió cuando me presenté para la changa: yo fui de parte del cana de mi hermana, que venía a ser mi contacto. Recuerdo que me dieron un juego de llaves y algunas pocas indicaciones. Debía salir esa noche o a la mañana siguiente a más tardar. Aún me llama la atención que no hubiera ningún tipo de papeleo, ni siquiera de acreditación de mi identidad. Muchas veces he pensado que la ilegalidad concede el placer de ignorar la burocracia.
No conocía la provincia de Entre Ríos. He hecho más de cuarenta viajes, y tampoco podría decir que la conozco. Me concentraba en la ruta, literalmente en el asfalto mientras manejaba, y casi nunca hacía otra cosa que buscar la dirección de la entrega, dejar la carga y volver. Salvo en el primer viaje. La entrega era en Diamante. Llegué para un festival de doma y espectáculos folklóricos que cumplía veinte o veinticinco años, lo que parecía revestirlo de un fervor especial. Sé que lo que más me atrajo fue oír a tantas personas que hablaban como lo habían hecho el tío Rondo y mi primo. Incluso había uno que desde el escenario improvisaba rimando en ese estilo cada vez que un tipo salía a saltar y rebotar encima de un caballo, y cuando terminaba de hacerlo. Entre la humedad y el calor, la gente se había convertido en una infinidad de manchas de colores diferentes, salpicadas irregularmente en las gradas de las tribunas y los palcos. Quise buscar una mujer, alguna que me ofreciera frescura en esa noche agobiante, y aprendí que a los extranjeros ciertas cosas no se les permiten impunemente. En el futuro me evité problemas acercándome sólo a aquéllas que sabía seguras, que yo reconocía porque eran iguales a mi hermana. Me preguntaba si los cafishios –la palabra cafishio no me agrada, pero nunca aprendí otra que la reemplazara– les pegarían a sus mujeres como vi una noche que el cana le pegaba a ella. Era metódico, sin duda: cada golpe impedía con exactitud la respuesta a sus preguntas y a la vez castigaba la falta de respuestas. Cuando todo pasó y él se había ido mi hermana me recriminó por no haber intentado siquiera defenderla. La suavidad relajada del reproche sonaba también a insulto y desprecio. Le contesté que como no sabía el motivo no me creía con derecho a intervenir, ni suponía que tuviera nada que ver conmigo. De ninguna de las dos cosas estaba seguro: yo le había contado al cana días atrás algunas historias anteriores de mi hermana, con otros tipos. Pero él era el que había preguntado.
Al año siguiente encontré a los gemelos. Nunca supe si había sólo casualidad en eso, o si el cana estaba enterado del parentesco y de la posibilidad del encuentro. Me molesta la fácil predisposición con la que muchos, cuando resulta significativo o simplemente conveniente, le dan al azar nombres y características tan abstractos, tan arbitrarios como “destino”. Yo no creo en el destino, creo en la casualidad. Las coincidencias notables son tan improbables como la cantidad de ocasiones en que realmente suceden. Nada menos mágico ni más matemático.
Los gemelos fueron quienes recibieron una de las cargas en Gualeguaychú. Estaban muy distintos: uno gordo, con el pelo y la barba muy crecidos, había envejecido más rápido. El otro no había cambiado prácticamente nada, como si el tiempo hubiera tenido que elegir para dedicarse a uno solo. Supe que atendían parte del contrabando de pieles en la región, que esporádicamente comerciaban con animales vivos de especies protegidas, y que el primer trabajo era más tranquilo y el segundo más rentable. Eran prósperos, según la mayoría de la gente, y respetables. Pese a que habitaban una enorme casona que ellos mismos habían hecho construir lejos del centro, ninguno había intentado la vida en familia. Por cortesía, esa noche me emborraché con ellos en un cabaret, pero rechacé su invitación para dormir en la casa. Entre las distintas formas de la incomodidad, yo prefería la de las camas de pensión. Uno puede amortiguarla con posturas del cuerpo aprendidas en esas viejas películas argentinas que se empecinan en sacralizar la dignidad de la pobreza, que siempre es indigna.
Recién al otro día, cuando ya me despedía de ellos desde la camioneta, me preguntaron por mi madre como haciendo un gesto, como sacando el primer cigarrillo de un paquete nuevo. “Está muerta” contesté adelantándome sin saberlo algunas semanas pero sin mentir rigurosamente. “Nunca les perdonó que no trataran de comunicarse con ella ni fueran a verla”. El final de su respuesta se deshizo entre el ruido del motor y el saludo de mi mano agitándose. No volví a encontrarlos. Dos años después supe del fin de su prosperidad: no habrán podido sobornar al juez que los investigó y procesó bastante fácilmente. En el anónimo que yo le había enviado figuraban detalles suficientes de sus actividades principales. Para esa época ya no me representaba un riesgo: yo había dejado de hacer viajes, y cuando mi padre tuvo el segundo infarto vendí la casa y me compré lejos un departamento cuya dirección nadie conoce. Le di un poco de dinero a mi hermana, que puso un negocio de depilación con su marido.
Después de tres semanas en la clínica mi padre se repuso. He comprendido que es un obstinado de su propia supervivencia. Dejó de usar anteojos para observarnos con ojos más chicos, como minúsculas monedas que han perdido su brillo. Así me miró mientras me hablaba: “Siempre hemos sido una familia. Puede parecer otra cosa, pero siempre nos hemos protegido juntos”. Ahora está bastante bien en el geriátrico adonde lo llevé, y en el que mi hermana lo visita casi todos los días. Yo no voy a verlo, pero le escribo todas las semanas. 

No hay comentarios.: