01 marzo 2011

cuentos

publicado en No había luna esa noche [Simurg, 2000]

Futuro Imperfecto


Ricardo se levantará esa mañana de sábado no muy temprano, y se quitará del cuerpo el calor concentrado en él durante la noche con una ducha breve. El último minuto, como siempre, cerrará la canilla del agua caliente para terminar con la sensación chocante de la lluvia helada sobre la piel. Le agradará volver a confirmar la firmeza que ante el frío habrá acudido a sus músculos, macizos pero no excesivos. Se secará en la pieza, evitando así el vapor acumulado en el baño. La temperatura, extrañamente constante ese verano, lo obligará a elegir unas bermudas y una remera para estar cómodo desayunando en la cocina de su departamento. La habitación de sus padres, ocupada por él durante el tiempo de las vacaciones que ellos, como todos los años, decidirán tomar a fin de temporada, quedará con las ventanas abiertas, ventilándose. Buscará el diario junto a la puerta, lo empezará a leer por el suplemento de ciencia y con un resaltador celeste destacará algunos párrafos de interés para él. Le será fácil dejar transcurrir el tiempo de ese modo, hasta que la paulatina percepción del insistente motor de la heladera interrumpirá la lectura.
Las veinte cuadras hasta el local donde comprará el automático de recambio serán recorridas por él con una parsimonia placentera. Previsiblemente, tendrá que esperar bastante para ser atendido, así que al salir observará la vereda ya surcada por las mínimas sombras del mediodía. Decidirá entonces comer algo en la pizzería de enfrente para evitarle a su apetito la demora de cocinar. Lamentará, igual que durante la espera en el local, no haber llevado el diario y pasar el tiempo de un modo más entretenido, por lo que comerá rápido. Llamará a su novia para pasarla a buscar e ir juntos a su casa, pero ella le contestará que irá directamente a las cinco. Luego preferirá volver en colectivo para evitar el calor, como casi todo el mundo, que a esa hora habrá abandonado las calles.
La todavía lejana imagen del tipo morrudo pegándole al muchachito en la parada de la otra esquina lo tomará de sorpresa. Sentirá la confusión de la duda acerca de la actitud más conveniente, y acerca también de la verdadera índole de la escena, pero seguirá acercándose sin acelerar el paso. Ya más cerca observará al tipo alejándose un poco y al chico que, sangrando débilmente por la nariz, volverá la vista ansiosa hacia él.
–¡Me roba el reloj; se está llevando mi reloj y me pegó! –gritará.
–¿Qué decís, pendejo? –dirá el tipo regresando unos pasos y dándole un cachetazo al muchachito en plena cara.– ¡Ojito con lo que decís, pendejito! ¿Me oíste?
Ricardo observará la cara desafiante del tipo al irse doblando la esquina y decidirá correrlo, quizás impulsado más por no tolerar la soberbia satisfecha de esa cara segura de su invulnerabilidad que por una vaga voluntad de justicia. Le resultará fácil alcanzarlo debido a su excelente estado físico, y, reviviendo espontáneamente sus antiguas lecciones de judo, conseguirá inmovilizarle un brazo con una llave hacia la espalda, con el objeto de recuperar el reloj, sin prestarle atención a los insultos feroces que el tipo le estará dirigiendo.
La figura alta estará junto a su espalda de pronto, no la verá llegar ni irse, y será para él poco más que una silueta. No sentirá dolor en la cintura sino un relámpago, o más bien un frío profundo, diferente al de la ducha de la mañana. Se reprochará, con furia hacia sí mismo, haber dirigido su atención sólo al tipo del reloj. No sabrá en qué momento su mano lo habrá dejado escapar para intentar detener la sangre ansiosa de la herida.
Estará tendido en el piso un rato, tal vez media hora, sin oír los gritos del chico y de alguna otra persona. La voluntad lo irá abandonando lentamente, junto con la bronca, y dejarán su lugar a la paciencia. No llegará a tiempo para recibir a su novia en su casa, ni cerrará las ventanas de la habitación de sus padres para hacer el amor con ella, buscando el perfume de su cuerpo por debajo de su perfume. No verá a sus padres volviendo apresuradamente de las vacaciones interrumpidas. No les dirá, ni ellos a él, cuánto los habrá amado a pesar de las casi continuas discusiones de los últimos meses, así que no pasará por el arrepentimiento de no haber sabido evitar el posterior sabor a cursilería. No cortará sorpresivamente su noviazgo para irse a vivir (sin importarle la fervorosa desaprobación de todos, incluso de sus mejores amigos) con Silvia, a la que no conocerá cursando las materias del segundo cuatrimestre del cuarto año. Su carrera quedará inconclusa, por lo que no podrá realizar el ya planeado doctorado en Física. Tampoco tendrá con el tiempo dos hijos, que no se llamarán Diego y Facundo, así como no ganará el concurso destinado a la docencia e investigación permanente en la Universidad de Cornell, ni se separará de su esposa, que no tendrá que rechazar en el juicio de divorcio su arrepentimiento por unas desaforadas relaciones con una alumna del último curso, ni morirá a los cuarenta y siete años en un accidente de aviación al regresar luego de interrumpir tras el escándalo quince años de trabajo brillante en los Estados Unidos.

1 comentario:

camilita dijo...

En mi humilde opinion, es uno de los mejores cuentos del libro! me encantó