27 febrero 2011

cuentos

premiado en el Concurso Internacional de Cuento "Juan Rulfo", Francia
publicado en No había luna esa noche [Simurg, 2000]
incluido en la Antología de Narradores de Morón [Pluma e' gallo, 2006]

Paso de viejo

Por encima de todo, el calor. Fue el calor de la ciudad lo que me llevó hasta la casa. Ya sé que no es la razón principal, pero es la que me terminó de decidir, casi seguro. La casa es fresca. Por lo menos, más fresca que la ciudad. La ciudad era un infierno en el invierno, así que cualquiera puede imaginarse lo que sería en verano. Mientras que en verano la casa no es calurosa, por eso es que digo que es fresca. Y después que la compré mejoró, porque se me ocurrió hacerle un alerito con tejas y columnas para sostener el techo todo a lo largo de la pared que da al oeste, como una especie de galería; por eso los dos dormitorios también son frescos por la tarde. Ese alerito es mi orgullo, porque lo diseñé yo mismo, si puede decirse así, y el albañil me interpretó bastante bien, así que mantiene el estilo de la casita, como si no fuera un agregado.
Está muy bien ubicada, al menos para mi gusto. Yo siempre había querido encontrar una ubicación como ésta, porque desde joven me gustaron los lagos, las montañas y los bosques. Claro que la montaña no está muy cerca de la casa, pero sí el arroyito y el bosque. Uno para cada lado de la casa, a la distancia justa como para no cansarme al ir a cualquiera de los dos lados, ni tener que apurar mi paso para que el aburrimiento del camino no sea demasiado. A esta edad hay que acostumbrarse a hacer todo despacio.
Yo sé muy bien que a otros los entretiene la caminata, pero a mí lo que me gusta es estar en un sitio, poner la banqueta tijera de lona que fue de mi padre a la orilla del arroyo, en una sombrita linda, o directamente en el bosque, donde me habían dicho que se veían ardillas, aunque yo no vi ninguna en todos los años que llevo acá. Tal vez ni siquiera haya ardillas por estos lados. Tal vez se habrán querido reír un poco de un viejo ingenuo y torpe. Pero este viejo aprendió con los años cosas que ellos no deben saber, como que el bosque se pone más lindo los jueves, y a veces desde el miércoles. Por eso al arroyito prefiero ir al principio de la semana. Pero no los fines de semana. Aunque muy rara vez vienen algunos del pueblo a bañarse o a hacer asados, porque tienen mejores lugares para eso sin tener que viajar tanto, el solo pensar la posibilidad de tener que volverme sin descansar después de la caminata me hace preferir quedarme en casa esos días. Me pasó una vez, que llegué al arroyo con mi banquetita y me encontré con esas dos familias y los chicos armando batifondo. Ahí nomás pegué la vuelta. Me dolieron tanto las piernas que tuve que sentarme un ratito a pleno sol, a mitad de camino, para reponerme. Por poco me pesco una insolación. Sé que parecen mañas de viejo arisco, pero no me gusta la compañía de los extraños. En realidad tampoco de los conocidos, pero esto lo fui entendiendo con el tiempo, después que apareció ella.
Recuerdo bien el año, porque fue el primero que pasé sin meterme en el arroyo. La última vez había sido en marzo. Tuve el cuidado de siempre, de meterme despacito a la altura de la cascadita, donde el agua parece más fresca, siempre agarrándome de las piedras grandes para no caerme. Pero se ve que las Pampero de loneta tenían la goma de la suela gastada, porque el pie derecho me patinó en el verdín de una piedra grande y se me torció al meterse entre ésa y una piedra más chica. Así que me tuve que pasar dos días en casa con hielo en el tobillo, que se me había hinchado como del tamaño de una naranja. Suerte que la heladerita que tengo es de las de antes, que hacen hielo que es una maravilla, no como las de ahora que se andan quemando apenas llega el verano. Y eso que ésta ya debe tener casi cuarenta años. Las vendas las hice de una camiseta de frisa vieja, porque es una tela bastante elástica y me ajustaba muy bien. Pero después se ve que me quedó el miedo, porque no me animé a entrar más. A lo sumo metía los pies desde la orilla. Eso me hacía bien, porque con hielo y todo, y después de meses caminando muy poquito, a fines de noviembre, cuando llegó ella, todavía me duraba algo de la hinchazón.
Yo tardé en abrir porque era la hora de la siesta, y aunque no estaba muy dormido, siempre me cuesta bastante bajar de la cama, y más cuando hace un poco de calor. Se llamaba Dolores. Eso lo supe después, porque en ese momento lo único que hizo fue pedirme agua.
–Llamé por un poco de agua, señor –me dijo apenas abrí la puerta.
Se notaba que estaba cansada. Y por el barro seco que tenían los zapatos se sabía que había estado arrastrando mucho tiempo ese bolso grande que sostenía delante del cuerpo, colgando de las dos manos. Los rasgos de la cara eran del interior de la provincia, o tal vez de una de las del norte, pero la tonada era de ésta. Supuse que su edad debía ser casi la misma que la que mi hijo habría tenido en ese momento, aunque las chicas de esta raza siempre aparentan un poco menos. Yo me había quedado pensando mientras la observaba, más que nada por la sorpresa de ver a un desconocido en mi puerta. Ella debe haber creído otra cosa, porque cuando volvió a pedirme lo hizo de otro modo:
–Nada más que un poco de agua quiero, señor. Si quiere, puedo pagarle por ella con algo de ropa.
Eso fue lo que dijo, y para demostrar que era cierto sacó algo del bolso, que me pareció que era un vestido de mujer floreado, de los que se usan para las fiestas en el campo. Me causó mucha gracia cuando me imaginé tratando de usar el vestido, pero le expliqué enseguida para que no se ofendiera.
–No creo que ese vestido me vaya a quedar muy bien –le dije con un resto de risa atragantada–, además en mi casa nunca se le negó ni se le cobró el agua a nadie. Esperá que ya te traigo.
Ahí me di cuenta que no había pensado lo que tenía que hacer a continuación. Cerrar la puerta mientras buscaba el agua hubiera sido poco amistoso, pero hacerla pasar para poder cerrar detrás hubiera parecido una invitación o un exceso de confianza. Por eso, y en consideración a lo mucho que me molestan las puertas de calle abiertas cuando uno tiene que ir adentro, no me quedó más remedio que dejarla entornada, ni cerrada ni abierta, mientras ella esperaba frente a la abertura que la hoja dejaba libre.
Igual no me hubiera servido pensar antes todo eso, como no me sirvió lo que había pensado en ese momento, porque cuando volví con el agua ella estaba caída al lado de su bolso, desmayada en el porchecito de mi casa. Creo que de tener teléfono hubiera llamado una ambulancia para que la llevaran adonde la pudieran atender, pero en esa situación no tuve más remedio que atenderla yo. Tampoco es que no quisiera darle ayuda a alguien que la necesitaba, pero ya dije que no era muy amigo de recibir gente desconocida, amén de que con mis achaques tampoco estaba para dar mucha ayuda a nadie.
Pero no tuve más remedio que agarrarla de las manos, primero, y después de las axilas para poder arrastrarla despacito para adentro. Cada dos o tres pasos tenía que parar y enderezarme para descansar la cintura, y como eso era imposible si no la soltaba, toda la operación de agarrarla, arrastrarla, soltarla, enderezarme, masajearme, agarrarla de nuevo y así hasta llegar a la primera habitación, donde estaba el catrecito, me llevó un montón de tiempo. Que no se despertara en todo el camino me preocupó, hasta que me fijé si respiraba bien; y como era así le hice tomar dormida algunos sorbos de agua y la dejé descansar.
Debe haber dormido como seis horas, por lo menos. Cuando me preparé el amargo llevé la pava hasta la habitación y me senté al lado para poder vigilar mientras tomaba. Durmiendo tenía el mismo gesto de nada que cuando me pidió el agua. Muy despacito pasé la yema de mis dedos, los de la mano izquierda que es la más sensible, por la piel de su antebrazo. La piel de la gente es un fiel reflejo de la edad, y un viejo como yo sabe confiar más en el tacto que en los ojos, aunque los míos no estaban muy gastados. Si para leer todavía no usaba anteojos ese año. Ahora sí los necesito, me dijo el oculista, aunque si la letra no es muy chiquita en realidad me molestan, por más que él me diga que así descanso la vista.
La piel también era joven, más joven todavía que su cara. Claro que en esta gente también podía no ser seguro: como no tienen nada de vello en los brazos, ni siquiera los hombres, puede parecer más suavecita. Quito también tuvo desde chico una piel suave, y la siguió teniendo a pesar de que ya se había puesto muy peludo. Nunca me voy a olvidar del brazo fuerte pero suave debajo de esa mata de vellos negros, porque fue lo último que miré antes que la gente de la funeraria cerrara el cajón. La cara no la quería mirar, porque del choque tenía unos moretones azules y verdes que lo habían deformado, igual que a Elena. Pero a ella peor, por eso el de ella lo dejamos cerrado toda la noche. Quedaban raros los dos, uno al lado del otro, uno abierto y el otro cerrado. Parece mentira que con eso solo resultaran tan diferentes, por más que eran cajones iguales.
Aun para tener veintiún años era muy peludo Quito. En eso salió más a la familia de Elena. Creo que me di cuenta esa noche, cuando mi cuñado se secaba las lágrimas con el antebrazo y pude ver que era muy parecido al de Quito. Es notable cómo puede haber gente tan parecida y otra tan diferente. Las razas tienen mucho que ver en eso, como pasaba con Dolores. Pero a pesar de que no se podía estar seguro, la intuición me decía que era más chica que lo que me había parecido en el porche. Pensé que apenas pasaba los veinte años, si los tenía.
La dejé dormir casi por miedo. Claro que al mismo tiempo era peor, porque se iba haciendo tarde, tanto que se despertó pasadas las ocho y media. También puede haber sido un poco antes: a esa hora yo entré a la habitación para ver cómo estaba y la encontré con los ojos muy abiertos mirando el techo, como si lo hubiera estado haciendo un rato largo. No eran negros, pero el marrón era tan oscuro que en ese momento creí que los tenía negros. No movió mucho la cabeza para mirarme.
–Soy Dolores –dijo, y me desorientó que no esperara mi pregunta.
–Ya veo. Es tarde –respondí yo, sin tratar de ser ofensivo aunque en seguida vi que esa respuesta no era la mejor manera de hacerlo. Me preocupó que lo pudiera tomar a mal, pero no vi que se molestara.
–En un rato le tengo alguna comida preparada. Lo sé hacer bien –fue lo que me contestó.
Yo no sé si le habrá parecido que estaba de acuerdo; sí sé que pensé que era una descarada. En realidad eso lo pensé en un primer momento, porque en seguida me pareció tan natural la actitud con la que ella se levantaba y salía de la habitación como adivinando para qué lado estaba la cocina, que tuve que pensar si yo no habría dicho algo, o tal vez un gesto, que haya sido como una invitación a quedarse, al menos por esa noche. Así que mientras salía yo también de la habitación, un instante después, ya estaba pensando que la culpa no era de ella, que era mía por ser siempre tan poco claro. “No debí decir que era tarde” llegué a pensar.
También es cierto que con los jóvenes de ahora se hace difícil hablar, tan difícil como entenderlos. Y más cuando uno no tuvo hijos hasta grande, lo que hace imposible manejar la distancia que va a haber siempre. Elena sabía esto cuando me preguntó qué hacíamos cuando supo que estaba embarazada y yo hice como que no me daba cuenta de lo que me preguntaba. Es que me agarraron las ganas de ser padre, de que la familia continuara con alguien, junto con el recuerdo de los años que habíamos buscado, sin conseguirlo, hasta resignarnos. Y yo creía que cuarenta y seis años no era tanto como para empezar con los hijos. Claro que no podía saber los trastornos que le iban a causar a Elena esos meses, ni que no iba a poder quedar más después de Quito. Eso debe haber complicado las cosas. Los hijos únicos se malcrían y nosotros, como dice la gente, fuimos casi más abuelos que padres.
Con él me pasaba igual, que a veces se ofendía y yo no sabía qué le había dicho de malo, o a veces me daba cosas que yo no necesitaba como si se las hubiera pedido. Será mi modalidad, que tengo algo que confunde a los demás. Aunque como ya dije, es más que nada con los jóvenes. Con Elena no me pasaba. Nunca me pasó con ella. Pero evidentemente los jóvenes son jóvenes, por más que unos sean de ciudad y otros de campo. Eso sí, los de campo maduran antes, se pueden atender solos, se hacen hombres y mujeres cuando los de ciudad todavía no se destetaron. Se veía que Dolores era así, por la forma como se ubicó dentro de la cocina. Y la comida que preparó no estaba nada mal, para ser una cena improvisada a medida que iba viendo lo que había en la alacenita y en la heladera. Tuve que decirle que comiera ella también, porque primero me sirvió a mí solo y se quedaba parada junto a la cocina. Después que le dije, se animó y se sentó a comer. Pensé que debía estar acostumbrada a que la manden. A muchas de estas chicas las hacen trabajar muy duro en sus casas. Por eso debe ser que cuando empiezan a trabajar afuera, lo más natural para ellas es hacerlo como domésticas.
Durante la cena no dijo nada. Yo tampoco le pregunté ni le dije nada. No sabía qué decir, porque de hablar, tendría que mencionar algo sobre esa noche, si le permitía quedarse o no. Ella tampoco lo había mencionado, así que yo no podía saber con seguridad si pensaba pedirlo. Lo que me tenía más incómodo era la posibilidad de que todo fuera una confusión, y creía que si decía algo, la confusión aumentaría.
Lavó todo después, como si haciendo cosas evitara la conversación. En ese momento la vi tan modosita que me resigné con un poco de fastidio:
–Está bien, te podés quedar por esta noche –le dije, disimulando el ridículo de responder un pedido que no me había hecho–. Pero mañana tenés que seguir viaje.
–Sí, señor –fue lo único que dijo.
Yo estaba sentado debajo del alerito, tomando unos mates antes de dormir, como me gusta hacerlo todas las noches que no tengo ganas de leer la “Selecciones”, y escuché el ruido de la ducha. “Qué desfachatada”, pensé. Ya sé que era lógico que se bañara antes de acostarse, y más con la tierra que debía tener pegada al cuerpo, pero no le costaba nada pedirme permiso. Es lo que corresponde. “Seguro que usa mi toallón, así que después voy a tener que cambiarlo”, me dije, y aproveché que ella todavía estaba en el baño para ir hasta la piecita y dejar un juego de sábanas sobre el catre. Después volví al alerito a seguir con el mate.
La noche era hermosa, llena de esas estrellas que la gente en la ciudad ni se imagina que están. Pero desde acá se pueden ver muy bien, y más si se apagan las luces de la casa. En algunos lugares del cielo, de tantas que se ven, parece como si hubiera talco desparramado. Si la noche del accidente hubiera estado así en vez de lluviosa, Quito hubiera podido reaccionar a tiempo. Porque, aunque le gustaba ir un poco rápido, manejaba muy bien. No era imprudente. Eso sí que había que reconocerlo, y por eso es que el auto yo casi ya no lo usaba. El encargado era él. Así que siempre estuve seguro de que esa noche no iba todo lo rápido que dijo la policía. Lo que pasa es que las autoridades se quisieron sacar el asunto de encima, eso fue muy claro. No sé si era un presentimiento o qué, pero yo quise ver el lugar apenas llegué de Buenos Aires.
El oficial que me acompañó me trató de convencer de que no se veían marcas de cubiertas donde se había desbarrancado el auto porque había estado lloviendo toda la semana, pero yo ya había visto que la señal que indicaba la curva cerrada estaba casi tapada por los pastos altos. Fui un estúpido en preguntarle al oficial a quién le correspondía mantener eso. Me dijo que podía ser la intendencia, o la gobernación, o Vialidad. Pero el caso es que a la tarde siguiente, cuando llegué con una escribana al sitio, el pasto estaba cortado. Yo lloraba de la bronca y prometí que se las iba a seguir a muerte.
Después de varios años me rendí. Supongo que a Quito y Elena no les importa tanto eso, y que deben estar contentos de que me haya mudado acá, desde donde puedo ver la montaña. Será otras de mis tonterías de viejo, pero así los siento más cerca, disfruto más del recuerdo que entrando y saliendo de despachos y oficinas atendidos por gente estúpida y descortés. No me refiero a la falta de cortesía de Dolores, eso es otra cosa. Ella no parecía tratar de molestarme a propósito, que es lo que pasa en esas oficinas. Lo de ella más bien se ve que era torpeza o descuido. O tal vez era sólo una modalidad diferente, más natural. Por eso cuando terminé el mate ya se me había pasado el enojo, así que dejé todo en la cocina y me fui a dormir tratando de no hacer ruido.
Fue raro; me dormí rápido pese a que lo de esa chica me tenía preocupado. Y no podía ser del cansancio porque con el trastorno había preferido dejar el jardín para el otro día. Eso sí que me cansa mucho. Pero igual nunca quise que alguien viniera a meterse con mis plantas. Un verano solo lo acepté al chico de acá a dos calles, que andaba necesitado de una changa, pero me puso contento cuando consiguió un trabajo fijo, porque no dejaba el pasto como a mí me gusta verlo: corto pero no demasiado. Y con los árboles era un desastre: si se le ocurrió podarme el ciruelo en pleno enero, porque le parecía que no tenía linda forma. Con el trabajo que me costó poblar este parquecito de árboles frutales. Todos los puse yo. Se ve que a los dueños anteriores no les debía preocupar mucho tener un lindo parque, porque estaba bastante descuidado. El primero que planté fue el cerezo, que era el árbol que más le gustaba a Elena. Después los cuatro naranjos. Hay que ver en qué poco tiempo tomaron fuerza y llenaron de perfume a azahar casi toda la manzana. Los que todavía no lucen tanto son la higuerita, el níspero y los dos manzanos. Con éstos me empeciné porque es un árbol que me gusta mucho, pero ya me habían avisado que en esta zona es muy difícil que se pongan lindos. Igual disfruto caminando entre todos estos árboles mientras arreglo el jardín. Me gusta así, con árboles y casi sin plantas ni muchas flores. No sé muy bien por qué, pero siento que Quito hubiera comprendido este gusto mejor que Elena. Ella no, a ella le gustaba ver flores por todos lados, y mejor si eran chiquitas y rosadas, como las del cerezo, o como las del vestido que Dolores me había mostrado para pedirme el agua.
Se lo puso para levantarse al otro día, casi tan temprano como yo. Al principio supuse que habría madrugado por la incomodidad de dormir en una casa ajena, pero en realidad no se la veía incómoda, si hasta apareció trayéndome un mate recién hecho hasta la alambrada del fondo, que yo estaba revisando para ver si encontraba caracoles. Le agradecí el mate con un gesto, y ya estaba por preguntarle para dónde era que iba cuando se me anticipó. Aunque en realidad lo que me dijo no fue eso sino de dónde venía.
–Me escapé de mi casa –dijo con voz bastante baja, lo necesario apenitas para que yo la oyera–. Hace seis días.
–¿Y venís de lejos o de por acá? –le pregunté.
–Viajé casi dos días en un camión que me dejó subir –contestó–. Después el resto del tiempo lo caminé.
Me pareció que estaba por ponerse a llorar, así que le dije que bueno, que estaba bien y que no se preocupara por ahora, que después hablábamos más tranquilos. Ella cuando terminamos el mate me preguntó si quería que fuera a comprar alguna cosa para preparar comida, que ella se podía arreglar muy bien con la cocina. Yo le contesté que no, que no hacía falta porque en la heladerita tenía bastantes cosas y como yo siempre almuerzo poco seguro que íbamos a arreglarnos con lo que había.
La verdad es que yo no quería que alguien pudiera verla salir y volver a entrar a la casa. No sé por qué, pero aunque en la cuadra hay pocos vecinos y casi nadie de por acá me conoce mucho, no me gustaba la idea.
Mientras comíamos, vi que miraba las fotos de las paredes de la cocina.
–Es mi familia –le dije–. Mi esposa y mi hijo.
–¿Están lejos? –me preguntó.
–No –le contesté–. Murieron.
Me molestó un poco que no me preguntara cómo ni cuándo, y que volviera a la comida como si la interrupción no hubiera tenido demasiada importancia, pero en el fondo creo que se lo agradecí. Esa historia era muy mía y me costaba bastante contársela a los extraños. Y contársela a ella habría sido como entrar un poco en confianza, que era justamente lo que quería evitar, para poder hablarle de su partida cuando apareciera el momento adecuado.
Pero el que terminó apareciendo ese día, ya a la tardecita, fue mi cuñado el menor, Lolo.
–A vos si no te venimos a ver no das ni señales de vida, ¿eh? –me dijo a los gritos, mientras tiraba al piso el bolso de viaje y se me venía encima con los brazos abiertos.
Era cierto. Debía hacer mucho tiempo que no les mandaba una carta ni les contestaba las que me habían llegado, que entre paréntesis tampoco eran tantas. Pero él y el resto de la familia de Elena siempre se ufanaron de modernos, que por eso les costaba escribir, porque preferían el teléfono. Las peleas que habré tenido con ellos cuando se enteraron que yo había devuelto a la compañía la línea que tenía antes la casita. A veces pienso que si hubiera tenido familiares de la parte mía no habría hecho lo mismo. Pero no puedo estar seguro.
–Así que me vas a tener que aguantar el fin de semana –siguió Lolo después del abrazo–. Yo te cuento las novedades y vos me prestás algo de aire para descansar un poco del loquero de Buenos Aires y el trabajo.
De no haber estado tan preocupado por la presencia de Dolores le habría contestado con algún chiste a Lolo, algo como que jamás podría estar él cansado del trabajo cuando en su vida había trabajado. Cosa que no era para nada lo que se dice una mentira. No por nada desde chico la madre y los hermanos lo llamaban “cachafaz”. Y así había seguido hasta de grande: un tiro al aire, vividor y comprador, un granuja con suerte. Traté de disimular la molestia mientras pensaba algo para decirle.
Él entró el bolso y siguió hablando sin parar en dirección a la cocina. Cuando entramos, por la ventana más grande, la que da al lavaderito, pudimos ver a Dolores que, por lo que pude adivinar, fregaba la ropa que había traído puesta del viaje. Claro que no conseguí adelantarme a la pregunta de Lolo:
–¿Qué es lo que tenés ahí, zorrito? –exclamó sin recriminarme, sino más bien exagerando su eterno tono de picardía.
Yo traté de parecer lo más natural que pude.
–Es Dolores –le contesté–. Está lavando, y se está encargando de la comida. No me viene del todo mal; con el tiempo uno se aburre de comer siempre lo mismo, o con el mismo gusto todo, ¿no?
–Pero no me expliqués nada, che. Si para mí está muy bien –me contestó riéndose y asomándose un poco–, en serio que está muy bien.
Yo me arrimé a la cocina y abrí la alacena donde estaba el azúcar y la yerba.
–¿Querés tomar unos mates? –le pregunté.
–Lo que preferiría es tomar una ducha, así me saco de encima el tufo del viaje –me contestó–. Y después te acepto un café, si tenés.
–Sí, claro –le dije yo.
Hizo bastante rápido. Cuando salió del baño me llegó hasta la cocina el olor del perfume que se había puesto. A lo mejor era desodorante, no sé, nunca me doy mucha cuenta de esas cosas. Pero sí que el olor era fuerte. Pensé que yo debía oler cuanto más a jabón, amén de a piel vieja. Le serví el café y lo presenté con Dolores.
–Ella es Dolores –les dije–. Lolo es mi cuñado.
–Encantado –dijo él, y me extrañó que no le tendiera la mano. Ella sonrió un poquito pero sin contestarle.
Durante la cena me las ingenié para que Lolo no tuviera demasiada oportunidad de hablarle. Aunque también me parece que ella no tenía la intención de hablarle a él. En realidad, tampoco lo había hecho mucho conmigo desde que apareciera. Se ve que hablaba poco, o que estaría pensando si se tenía que ir o no, como yo le había dicho el día anterior. Lolo contó algo de los de Buenos Aires, muy en general, de los saludos que me mandaban todos y esas cosas, más una que otra enfermedad de los más mayores.
–Cosas lógicas de la edad, ¿no? –dijo–. En cambio a vos se te ve igual que siempre, casi te diría rejuvenecido, ¿eh?
Yo le contesté con un gesto de los hombros apenas.
–Pero mejor hablamos bien de todo mañana, che, porque no doy más del sueño –siguió–. Mirá que te viniste lejos, para jodernos nada más.
Yo sabía que hablaba así por hablar, porque en realidad Lolo siempre evitaba conmigo el tema de Elena y Quito, al revés que los otros hermanos. Así que con él casi nunca teníamos tema, a no ser las zonceras que se dicen para mantener una conversación. Por eso yo también prefería que se fuera a dormir temprano. Él mismo propuso prepararse el sofá del living para dormir antes que yo dijera nada.
–El sofá ese es bárbaro –insistió–. Vos sabés que a mí me gusta dormir arriba de algo mullidito.
Dolores se puso en seguida a levantar todo lo de la mesa. Yo la dejé y me preparé la pava y el mate para llevármelo al alerito. Esa noche tampoco tenía ganas de leer.
Se ve que dormí muy mal, porque al otro día no podía levantarme, y lo terminé haciendo tarde. No me acordaba de pesadillas ni nada de eso. Claro que yo nunca me acuerdo de los sueños así que no puedo saber si tuve pesadillas o no. A mí me parece que yo no sueño nunca, pero Elena siempre me decía que eso estaba demostrado que es imposible.
–¡Qué vidurria, hermano! ¿Siempre hacés tanta fiaca? –me preguntó Lolo al verme. Él estaba tomando sol en medio del parque con la camisa abierta, en una reposerita de las que tengo para estar en el jardín.
No me acuerdo qué le debo haber dicho, pero seguro que una explicación tonta. Así fue en realidad todo el día, que se nos fue en charlas sin importancia, mientras Dolores se movía despacio por la casa, limpiando el baño y la cocina, según pude ver después, y la verdad es que había dejado todo impecable. El que más hablaba era Lolo, haciéndome los comentarios de siempre sobre la casita, el clima y lo lindo del lugar, mientras yo le cebaba unos mates o regaba.
–Mañana me voy, che –me dijo a la noche, cuando jugábamos a las cartas en el porche para aprovechar el fresco.
–¿No te querés quedar unos días, hasta el martes o el lunes? –le dije yo, claro que por compromiso.
–No, gracias, pero el lunes tengo cosas que hacer y el viaje es una porquería de largo –me contestó él–. Además, sabés que no vine a descansar, ¿no?, sino a ver si estabas bien para dejar tranquila a la familia.
–Como te venga mejor –le contesté–, por mí podés quedarte los días que quieras.
Estuve leyendo hasta muy tarde. Se ve que como no había madrugado, el sueño no me venía. Entre las “Selecciones” viejas encontré una del sesenta y pico que traía una nota interesante sobre Perón. Me la leí toda, y recién cuando terminé la revista completa apagué la luz. Calculo que serían las dos, dos y pico de la noche, pero aun así no podía dormir. Pasó un buen rato antes de que empezara el ruido. Desde ya que era muy débil, un ruido apagado, como se dice, pero yo me di cuenta que era un crujido del catrecito. No era constante, sino un ruido que se repetía y se repetía cada tanto. Eso fue primero, porque después pude oír el jadeo de Lolo. Creo que esta vez ya no me sorprendió que no se la escuchara para nada a Dolores. Y el silencio completo había vuelto para cuando me dormí.
Lolo estuvo listo para irse a media mañana. Al fin de cuentas, no era mucho lo que tenía que preparar. Nos saludamos con un abrazo en la puerta.
–No te preocupes, que yo me encargo de tranquilizar a la familia –me dijo–. Les voy a decir que estás en muy buenas manos.
Me dio otro abrazo y se fue. El perfume me quedó pegado en la ropa.
Dolores estaba buscando algo en la alacenita cuando volví a la cocina. Me miró la mano izquierda mientras yo me acercaba, creo que porque me debía temblar un poco, pero no me di mucha cuenta.
–Me parece que ya te tenés que ir –le dije muy serio–. Va a ser lo mejor.
Se fue muy callada para la piecita. Ahora me parece raro, pero justo sentí el ruido de la puerta de calle en el mismo momento en que yo cerraba la puertita de la alacena que ella había dejado abierta. Fui rápido hasta la ventana de adelante y me quedé mirándola irse, subiendo despacio por la calle de tierra, y llevando con las dos manos delante del cuerpo el bolso grande que le debía hacer tan difícil el caminar. Estuve un rato más en la ventana cuando ya desapareció, y en todo ese tiempo no pasaron más que un par de perros viejos y cansados. Cuando me volví para adentro, vi que en el catre, extendido con toda la prolijidad al lado de las sábanas dobladas, estaba el vestido floreado. Después del almuerzo lo colgué en el ropero grande.
Esa tarde tuve que fumigar con jabón blanco los naranjos, porque había encontrado varias frutas abichadas. Debía haber vuelto la mosca esa que le dicen del mediterráneo, que ya me había dado mucho trabajo en otra temporada. Y no sé si fue ese mismo día o al siguiente, pero se me ocurrió que cuando fuera la época iba a preparar un canterito para sembrar flores para la primavera.

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