12 febrero 2011

cuentos

publicado en No había luna esa noche [Simurg, 2000]

No había luna esa noche

Acaso la promesa de una historia sea más incitante que la historia misma.
Eso era lo que había pensado Crescenti, mucho tiempo antes de escuchar el estruendo del disparo final, mucho antes de saber que miraría al cuerpo deshacerse, desarmarse resbalando hasta el piso como si el abandono absoluto de la voluntad pudiera parecer voluntario.
Eso era lo que pensaba Crescenti al ver transpirar a chorros a su jefe delante de la boca del revólver con el que Kaspersian le apuntaba desde hacía muchos minutos. Que eran muchos lo sabía porque Gómez Armenta ya había dejado de indignarse, de pedir explicaciones, de hacer preguntas y de suplicar sin haber entendido aparentemente la empecinada quietud de quien lo amenazaba. Las gotas caían engordadas a lo largo del rostro hasta la barbilla, y casi no tenían tiempo de brillar junto a la única lámpara encendida, una pequeña pantalla de escritorio amarillenta que apenas calentaba las hojas que se apilaban junto a su pie. Tal vez el sudor ya estuviera confundiéndose con las lágrimas del sollozo que los hombros delataban con su movimiento. Pero Crescenti adivinaba que no era eso lo que hacía sonreír en ese momento a Kaspersian, sino su propia satisfacción. El jefe debía saber tanto como Kaspersian que ya no eran los mismos que dos o tres horas antes. Sin embargo, sólo éste conocía los porqués, y eso lo volvía inmensamente superior, porque era el único que podía medir los límites de esa historia. Él había decidido el momento de su inicio y parecía ser también el que le daría fin cuando y como quisiera.
Quizá fuera más exacto suponer que sí, que Gómez Armenta debía estar comprendiendo. También era cierto que era la propia Crescenti la que a esas alturas estaba dando forma a una explicación más o menos satisfactoria para esa extensa escena muda. Estaba en una posición altamente favorable para reflexionar sobre lo que veía: desde adentro del baño de la oficina, con la puerta entreabierta, observaba las imágenes de ambos prácticamente de perfil. En realidad tenía una imagen más completa de Kaspersian. Además de verlo de cuerpo entero, la absoluta inmovilidad de éste le permitía analizar detalle a detalle todos los aspectos de su figura. Gómez Armenta, en cambio, se había ido dejando caer, blandamente, a medida que sus diferentes estados de ánimo habían fracasado en el intento de modificar la actitud del agresor. Crescenti pensó que la palabra “agresor” no era la más eficaz para describir a una persona que se había limitado a apuntar con un revólver a otro durante un largo tiempo. Lo cierto es que a causa del lento deslizamiento del jefe, Crescenti perdía parte del poco voluminoso cuerpo de Gómez Armenta detrás del escritorio de González. Sólo era perceptible completamente desde la cabeza hasta la mitad del torso, y de las rodillas a los pies. Pero aun esa visión tenía algo de esfumado, algo de irrealidad que otorgaba la semipenumbra de la oficina.
No había luna esa noche. Crescenti observó eso, y también que en invierno a ella le resultaba imposible pensar que la luz del sol se terminaba antes que la tarde. La nocturnidad le parecía incongruente con la ropa de oficina, por eso se había acostumbrado a aprovechar los beneficios de ser la secretaria del jefe marchándose antes que el resto. Pero hoy, casi al final de la jornada, la menstruación –que se adelantaba varios días a sus cálculos– la obligó a demorarse bastante más de lo acostumbrado en el baño. Al abrir la puerta los había visto, y se detuvo sin hacer un solo gesto ni una exclamación.
Ninguno de los dos la había notado. Ella sabía que Gómez Armenta acostumbraba irse muy tarde a su casa, pero el resto del personal salía apenas finalizaba el horario. Así que en el primer momento, a Crescenti le asombró más la presencia tardía de Kaspersian en la oficina que el arma que empuñaba. El brillo entre los dedos parecía casi natural. El brillo de los ojos, no. Pero el jefe no parecía haberlo notado de entrada.
–¡Qué le pasa, Kaspersian! –había dicho Gómez Armenta. Kaspersian no contestó. Kaspersian no se movió. El otro pareció querer acercarse un poco, o tal vez moverse hacia un costado, pero la rigidez de la mano que veía a unos pasos de su cuerpo lo detenía.
–¡Déjese de tonterías, Kaspersian! –fue lo siguiente que dijo–. ¿No le parece que está demasiado grande para estas bromas pesadas?
La frase era acertada si se refería al tamaño, pero no si pretendía aludir a la edad. De hecho, siguió pensando ella en ese momento, aunque la altura de Kaspersian es desmesurada si se la compara con su cara de veinteañero prematuro, tiene la edad exacta para andar haciendo bromas tontas en el trabajo. Pero también era cierto que el chico jamás había dado muestras de gustar de ellas. Tampoco había dado muestras jamás de buen humor, o mejor, de ningún tipo de humor, salvo una blanda melancolía. Por lo tanto Crescenti también encontró inconveniente la situación, aunque por otros motivos que el jefe: no creyó que el revólver fuera un buen instrumento para desentristecerse.
–Déjese de tonterías, Kaspersian –cambió el tono del jefe, y a ella la enterneció–. Dígame qué le pasa. Por favor.
Fue el único momento en que Crescenti vio movimiento en el cuerpo de Kaspersian. Notó cómo el arma se afirmaba entre los dedos de la mano derecha, mientras la otra iba hacia uno de los bolsillos del saco. Ella, mirando el brillo de los ojos, estuvo segura de que reaparecería con un pañuelo. Pero lo que traía la mano izquierda era un paquete de cigarrillos. Kaspersian lo acercó a la boca, lo sacudió apenas y mordió un cigarrillo sin dejar de sostener la mirada ansiosa del jefe. Luego guardó el paquete y la misma mano llevó el encendedor hacia arriba.
Después de un par de pitadas, como si cambiara de idea o cediera a una repentina, le tiró el encendedor a Gómez Armenta, que lo atajó automáticamente sorprendido. El paquete de cigarrillos le llegó antes de que se repusiera.
–Gracias –dijo, con el tartamudeo de quien sabe que está pronunciando una tontería.
La roja intermitencia del cartel publicitario de neón que ya se había encendido en el edificio de enfrente les quitaba dureza a las sombras de los dos hombres. Gómez Armenta dejaba que el cigarrillo acumulara un gusano de ceniza antes de repetir una nueva y corta pitada, que hacía caer ese polvo gris sobre su pantalón. Eliminando mentalmente sus figuras, Crescenti pensó que en esa indecisa penumbra deben verse iguales una oficina de Buenos Aires y una de Oregon. Y que seguramente hay diferencias, pero tan ligeras que sólo un ciego sabría encontrarlas con el olfato, o el oído, que obligan a ser más exacto. Volvió a mirarlos. Deseó que la historia terminara para poder irse a su casa.
Acabado el cigarrillo, Gómez Armenta lloraba sin ruido, como si hubiera descubierto que se le había concedido fumar como un último acto previo a su ejecución. Sentado en el piso miraba a Kaspersian, seguramente sin verlo demasiado ya que los anteojos estaban notoriamente empañados. De haber estado en otra posición, Crescenti habría visto reflejada en ellos la sonrisa de Kaspersian abriéndose apenas para dejar al caño del revólver entrar en la boca, un segundo antes de que el ruido del disparo pareciera salir de sus labios.
Gómez Armenta no reaccionó, no intentó incorporarse ni acercarse, fascinado por el espeso torrente que derramaba la coronilla de Kaspersian, fascinado por la borrosa figura de Crescenti que se acercaba al cuerpo como si estuviera evaluando la escena, por esa figura que ahora levantaba despacio el revólver y con una oculta serenidad le apuntaba y hacía fuego.
Antes de salir Crescenti colocó nuevamente el revólver en la mano de Kaspersian. Notó que la oficina había cambiado un instante de apariencia bajo el fulgor del disparo. Le extrañó que no hubiera sucedido con el anterior, pero no tenía tiempo de detenerse a considerar las razones de esa diferencia. La sangre la urgía inminente entre sus piernas, y ya podía irse a su casa.

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